domingo, 14 de octubre de 2007

La Santa Cueva

Esto está extraído de la Autobiografía de Blanco White, escritor, pensador, periodista y teólogo español, nacido en Sevilla en 1775 y fallecido en Liverpool en 1741. Fue canónico magistral en Cádiz y Sevilla.

"La cabeza visible de los devotos gaditanos era un sacerdote llamado Padre Santa María. Debo advertir que el apelativo de Padre que toda España da a frailes y monjes, también se usa en Cádiz para dirigirse a los sacerdotes seculares que por oficio y decisión personal se dedican a la cura de almas, es decir, a la predicación y al confesonario. El padre del Padre Santa María había sido un rico comerciante, elevado por el rey a un rango semejante al de los baronets ingleses confiriéndole el título nobiliario de Marqués de las Torres. Debo añadir que el título de marqués, conde o vizconde no implica el rango de Par o Grande de España, aunque algunos Grandes de España usan estos títulos con preferencia al de duque -exclusivo de ellos- cuando este último es relativamente reciente en la familia. El P. Santa María, que había heredado la fortuna y el título nobiliario de su padre, dedicó toda la influencia y poder de su posición a promover el movimiento piadoso de su ciudad natal. Con este fin había adquirido una capilla subterránea que por su situación se llamaba la Cueva. Creo que en otras ciudades españolas hay criptas parecidas que, como en el caso de Cádiz, ofrecen un marco adecuado para las prácticas ascéticas. Las mujeres no podían entrar, pero el número de hombres que asistían a la Santa Cueva de Cádiz ascendía a varios centenares.

Cuando conocí al P. Santa María hacía ya varios años que se hallaba al frente de aquella congregación. Era un hombre muy amable y trataba con suma cortesía a todos los que iban a visitarlo, pero su extrema corpulencia se ofrecía una buena excusa para no devolver visitas. Junto a la capilla subterránea había edificado una casa para morada suya y, como disponía de cuantiosos bienes de fortuna, compró poco después las casas edificadas sobre la Cueva y en su lugar construyó una de las capillas más hermosas que he tenido ocasión de visitar.

Estaba construida como una pequeña rotonda labrada con los más ricos mármoles. La iluminación procedía de la cúpula y su acceso desde la calle estaba dispuesto de forma que mostraba claramente el carácter semiprivado del edificio. En efecto, las mujeres, grandes enemigas siempre de la paz y dicha de los santos católicos, no podían entrar, y aunque cualquier varón, sin distinción de clase social, tenía acceso al templo, pocos eran los que movidos por la curiosidad entraban allí más de una vez, a excepción, como es lógico, de los asistentes habituales. Sólo personas profundamente religiosas eran capaces de soportar el profundo silencio del lugar y la monotonía de las ceremonias religiosas que en él se celebraban. Aunque los católicos están acostumbrados al acompañamiento de la música en sus iglesias, en la Cueva no la había. La capilla servía exclusivamente para administrar la confesión y para decir misas que se celebraban en murmullos apenas perceptibles por el mismo sacerdote celebrante. Estas prácticas tenían lugar todos los días desde las seis o siete de la mañana hasta las diez. Cuatro sacerdotes estaban sentados en otros tantos confesonarios dispuestos a escuchar los pecados de los que se preparaban para la comunión, que en aquel lugar, en contra de la costumbre pero más de acuerdo con la práctica primitiva de la Iglesia, se administraba inmediatamente después de que el celebrante hubiera consumido las especies sacramentales.

La capilla, desde la misma puerta de entrada hasta la sacristía, situada detrás del altar, estaba inmersa en tal ambiente de paz que apartaba irresistiblemente al alma de las tempestades del mundo. Al propio tiempo los objetos visibles parecían dispuestos como para contrarrestar la tendencia de la devoción religiosa hacia el miedo y la tristeza. En lo alto del segundo tramo de la escalera que conducía desde el vestíbulo hasta la entrada de la capilla se encontraba entre dos puertas laterales de bella forma helénica una hermosa imagen en tamaño natural de Jesús como Buen Pastor, llevando sobre sus hombros la oveja perdida y mirando dulcemente a los que se acercaban. Los mármoles del interior de la capilla y las columnas del mismo material que la sostenían combinaban armoniosamente riqueza y elegancia y constituían la mejor decoración para las reducidas dimensiones del lugar. Los ornamentos sacerdotales eran también riquísimos y los vasos sagrados estaban incrustados con valiosísimas gemas. Los asistentes permanecían de rodillas en el suelo marmóreo en actitud de profunda meditación. No había predicación en la capilla y cada cual podía entrar y salir a su discreción.

El munificente fundador había dispuesto este refugio espiritual como si hubiera querido imitar los ritos de los antiguos misterios paganos, porque era en esta capilla alta donde los que habían pasado previamente por los sufrimientos de la Cueva podían gozar del reposo contemplativo, para el que habían sido preparados por medio de una disciplina de miedo y terror. Pero en cualquier caso esta semejanza estaba lejos de ser premeditada: el Padre Santa María era hombre sin estudios, que seguramente ni siquiera había oído hablar de los misterios del paganismo. Lo que sucede es que es inevitable encontrar un mayor o menor parecido entre las expresiones externas de las mismas tendencias del espíritu humano, que sencillamente asume formas distintas en circunstancias distintas. Las devociones modernas no son más que una de las variadas muestras de esa múltiple combinación de fenómenos espirituales que los frenólogos (sin duda muy oportunamente desde el punto de vista filológico pero probablemente sin sólido fundamento científico) atribuyen al «órgano de la veneración».

La Santa Cueva era el auténtico reverso de la medalla del edificio que acabo de describir. Después de bajar unos veinte escalones bajo el nivel de calle se entraba en una nave de regulares dimensiones sostenida a todo lo largo por dos hileras de columnas de escasa altura. A un extremo de la nave estaba el altar y sobre él un gran crucifijo. El espacio del altar estaba cercado y también al extremo opuesto de la nave había otro lugar cerrado donde se hallaba una gran silla o cátedra de madera con la mesa del director. Había tan escasa iluminación en el lugar que desde el asiento del director apenas se podían distinguir las caras de los oyentes más cercanos. Las reuniones se celebraban tres veces a la semana, siempre al oscurecer. Los ejercicios piadosos eran los mismos de San Felipe Neri de Sevilla: meditación, sermón y flagelación, esta última la más absurda y repugnante de las prácticas católicas. Dos sacerdotes sentados en sendos confesonarios ofrecían a los asistentes la oportunidad de confesar pecados que tendrían vergüenza de decir en otras iglesias donde pudieran ser conocidos por el sacerdote.

A pesar de que por aquel tiempo estaba totalmente determinado a vencer mi natural aversión por las prácticas ascéticas, no fui capaz de sobreponerme a mis sentimientos naturales como para convertirme en asiduo de la Cueva. Solamente fui en una ocasión y con el propósito de predicar. El Padre Santa María me había pedido que me encargara de aquella parte del servicio y no pude rechazar la invitación. Una vez pasado el tiempo de la meditación privada, durante el cual él lanzaba de vez en cuanto esas cortas imprecaciones llamadas jaculatorias, me senté en la cátedra. La desacostumbrada circunstancia de predicar sentado y dirigirme a una audiencia invisible durante cerca de hora y media, y sin notas escritas, fue para mí algo como soñar en voz alta, y en realidad tengo la impresión de no haber agradado excesivamente a los devotos asistentes. Pero fuera cual fuera el soporífero tema de mi discurso, de cuya duración no soy responsable ya que me limité a seguir la costumbre del lugar, lo cierto es que aquella buena gente conocía un método eficacísimo para despabilarse después del sermón. Quiero decir que voy a intentar contar lo mejor que pueda en qué consiste la flagelación.

Inmediatamente después de mi sermón, dos sacerdotes portando sendos manojos de disciplinas hechas de cuerda y dotadas de gruesos nudos, empezaron a recorrer la capilla en toda su longitud suministrando a los asistentes estos instrumentos de penitencia. Terminado el reparto se apagaron las escasas lámparas del lugar con la única excepción de una pequeña vela encerrada en una linterna sorda. Al hacerse la oscuridad uno de los sacerdotes entonó con voz quejumbrosa una corta narración de la pasión de Cristo, en tanto que los devotos asistentes se apresuraban a despojarse de la ropa que les cubría el lugar del cuerpo que iban a castigar. Pero antes de tomar cumplida venganza de la carne pecadora, los piadosos verdugos de su propio cuerpo interrumpieron su invisible despojo para darse en el rostro una sonora bofetada en el mismo momento en que el sacerdote cantor recordaba la que recibió Cristo de manos del criado del sumo sacerdote.

Concluido el relato de la Pasión se entonó el Miserere, que bien pronto tuvo el acompañamiento de los golpes de las disciplinas que castigaban nerviosamente la dura carne pecadora y formaban el bajo más extraño que pueda imaginarse. El celo de los flagelantes crecía a medida que la operación seguía su curso y puedo atestiguar que he visto las paredes manchadas de sangre en las iglesias donde tenía lugar una práctica semejante. Contra lo que pudiera suponerse, el ruido y la violencia de los azotes no disminuye conforme el salmo, cantado alternativamente por el sacerdote y la congregación, se acerca a su fin. He de confesar que cada vez que recuerdo el final de aquella ceremonia se me agolpan en el pecho sentimientos mezclados de indignación, compasión y desprecio. Los gritos frenéticos que lanzaban al unísono aquellas doscientas o trescientas personas, como lo harían las almas condenadas al contemplar por vez primera el insondable abismo del infierno que las había de devorar, la creciente violencia de los azotes, los suspiros y gemidos en alta voz y los gritos pidiendo perdón, todo este salvaje concierto que resonaba en miles y miles de ecos por los muros y bóvedas de la capilla en medio de la más completa oscuridad, sobrepasa en horror todo lo que los novelistas hayan sido capaces de imaginar para impresionar a sus lectores. La flagelación acabó al dar el sacerdote la consabida señal de unas palmadas, y tras una nueva pausa de cinco minutos para que los penitentes pudieran vestirse, se abrió la linterna y se volvieron a encender las lámparas.

He descrito sin la menor exageración una práctica desagradable y repugnante, pero de ninguna manera desacostumbrada. Los devotos católicos (que vienen a ser como los evangélicos ingleses o, quizá mejor, como los anglocatólicos de Oxford) de todas las ciudades españolas la consideran una práctica ascética indispensable, los confesores la mandan y la Iglesia la sanciona al alabar a los santos que usaron las disciplinas de la forma más inmoderada. Pero creo que es hora de terminar con este episodio y volver a la narración de mi vida."

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